El juego, desde el punto de vista social, es un reflejo de la cultura
y la sociedad, y en él se representan las construcciones y desarrollos de un contexto. La
niña y el niño juegan a lo que ven y juegan lo que viven resignificándolo, por esta razón
el juego es considerado como una forma de elaboración del mundo y de formación cultural,
puesto que los inicia en la vida de la sociedad en la cual están inmersos. En este
aspecto, los juegos tradicionales tienen un papel fundamental, en la medida en que configuran
una identidad particular y son transmitidos de generación en generación, principalmente
por vía oral, promoviendo la cohesión y el arraigo en los grupos humanos.
En este mismo sentido, el proceso por el cual la niña y el niño comparten el mundo de
las normas sociales se promueve y practica en los juegos de reglas.
Según Sarlé (2010):
En los niños pequeños […] suponen un momento particular en su proceso de
desarrollo evolutivo y sociocultural, y no se adquieren tempranamente. Para jugar
juegos con reglas se necesita la compañía del adulto o un par más competente. En el
aprendizaje de los mismos es frecuente que las reglas se “reinterpreten” para hacer
posible el juego, adaptándolas y dando lugar progresivamente a mayores niveles de
complejidad hasta llegar a jugar tal y como las mismas reglas lo establecen (p. 21).
En esta medida se evidencia cómo el juego tiene gran fuerza socializadora en el
desarrollo infantil.
Así mismo, desde la perspectiva personal, el juego les permite a las niñas y a los niños expresar su forma particular de ser, de identificarse, de experimentar y descubrir
sus capacidades y sus limitaciones. Armar su propio mundo, destruirlo y reconstruirlo
como en el juego de construir y destruir torres (Aucoturier, 2004) para, en ese ir y venir
constructivo, estructurarse como un ser diferente al otro. En ese tránsito personal del
juego se entra en contacto con los otros en el mismo nivel, siendo todos compañeras y
compañeros de juego, compartiendo el mismo estatus de jugadores, sean mayores o menores.
A las niñas y a los niños les interesa jugar jugando, no haciendo como si jugaran,
enfrentándose a los retos y desafíos con seriedad absoluta, encontrando soluciones,
lanzando hipótesis, ensayando y equivocándose sin la rigidez de una acción dirigida,
orientada y subordinada al manejo de contenidos o a la obtención de un producto.
En
este sentido, Bruner (1995) propone una serie de características inherentes a la actividad
lúdica: no tiene consecuencias frustrantes para la niña o el niño; hay una pérdida
de vínculos ente medios y fines; no está vinculada excesivamente a los resultados; permite
la flexibilidad; es una proyección del mundo interior y proporciona placer.